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Por Raoul Duke

 

La principal sala de cine del Gaumont estaba atestada, de viejos. Yo me encontraba entre ellos por pura casualidad, o instinto. Minutos antes de que comenzara la función, una señora me había regalado una entrada que le sobraba vaya a saber uno por qué. Quizá un deceso de último momento…

 

Una vez instalado en uno de los asientos de la parte trasera (el resto se encontraban “reservados”, me hicieron entender rápidamente los señores y señoras de buenos modales que yacían cómodamente en sus lugares privilegiados), me dispuse a echar un vistazo a mi alrededor. Todo me parecía espectacular, desde el tamaño monumental de la pantalla hasta los candelabros luminosos gigantes que me observaban con arrogancia. Sin embargo, en un instante, todo ese deslumbramiento quedó hecho añicos. En medio de mi recorrido visual, gire la cabeza hacia mi izquierda -el asiento lindante al pasillo- y lo vi: un hombre de unos setenta años sacaba, de entre una enorme bolsa plástica blanca, un sándwich de milanesa de proporciones épicas que inmediatamente comenzó a devorar con ganas. Acto seguido, otra vez hurgando en la bolsa, extrajo una botella abierta de Michel Torino etiqueta roja, cuyo pico llevó a su boca con total soltura y necesidad. Silenciosamente lo aplaudí -dejando de lado mi sorpresa- y mire para otro lado. Como corolario de esa antesala extravagante e inolvidable, apareció de la nada un presentador, elegantemente vestido y de cálida y resonante voz, que anunció la película, no sin antes hacer gala de todo su histrionismo y conocimiento cabal sobre cine. Las luces se apagaron.

 

La última producción de los hermanos Coen (Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común), que viene de ser laureada en Cannes, nada menos, es una película que vale la pena ver, incluso varias veces, sobre todo a partir del trabajo magistral de su actor principal, Oscar Issac. El argumento: un cantante ficticio de folk de unos veintitantos años, llamado Llewyn Davis, deambula por las calles nevadas de una ya irrecuperable Nueva York de principios de los años sesenta, día y noche intentando por un lado convertirse en alguien, y por el otro sobrevivir. El tipo tiene talento, algo que queda claro en cuanto lo vemos subir por primera vez al escenario del Gaslight Café (tugurio de la zona bohemia de la ciudad en donde un también desconocido Bob Dylan hizo sus primeras presentaciones) para interpretar, de manera hipnótica, una de sus canciones (“Si yo tuviera alas”).

 

A pesar de eso, no tiene un cobre. Duerme en donde puede y no cuenta con mucho más encima que su guitarra. Acostumbrado a los golpes de la vida, y otro tanto al fracaso y la mala fortuna, contrapone la adversidad con cinismo e improperios. Un gato que se escapa, junto a él, del lugar en el que circunstancialmente había pasado la noche, se convierte a la vez en compañía y símbolo de su soledad.

 

Su hermana mayor (madre y ama de casa) le sugiere, ante el evidente pedido de dinero que Llewyn le hace, volver a la Marina, donde su padre había estado la mayor parte de su vida. Él se niega, objetándole que no quiere simplemente “existir”. Luego de esa tajante negativa a la que considera una vida mediocre y abúlica, se desencadenan en seguidilla todo tipo de infortunios que lo ponen contra la pared, otra vez. Parte hacia Chicago, ya desahuciado, junto a un joven beatnik impenetrable y misterioso, y un gordo adicto músico de jazz -hiriente e insoportable como todo lo que él intenta dejar atrás- pero la travesía queda trunca a mitad de camino. Así y todo, se las arregla para llegar a Chicago, no sin antes pasar frio y hambre, con la intención de jugarse una última ficha con el magnate de la música Bud Grossman. De ese intercambio clarividente entre ambos nace una de las escenas más lograda de la película.

 

Pero es el relato circular, redundante y por momentos agobiante, lo mejorcito de "Inside...". El arrastre ante la agonía y el desencanto que experimenta el protagonista en todo momento. Uno se pregunta si acaso no resulta temeroso empatizar con un ser tan predispuesto a la derrota y la desilusión. Si hasta no podría llegar a ser contagioso… Más allá de eso, la impresión que deja en mi Llewyn Davis, es la de un tipo piola, consecuente consigo mismo aunque incapaz de hacer pie en el mundo real. En fin, una especie de misántropo patológico cínico y burlón. Un Chaplin de closet.

Cuando empezaba a sentir que, quizá, ya había tenido suficiente de las peripecias del señor Davis, la película llegó abruptamente a su fin. Las luces se encendieron, y el hombre del vino a mi lado levantó campamento a toda velocidad, ya con la botella vacía. Mientras tanto, el aplauso tibio y artrítico de mis acompañantes se dispersaba tenuemente al compás de la voz de Llewyn Davis que resonaba en toda la sala. Aquella indiferencia, mayúscula aunque apropiada, fue la que me condujo a mi pregunta final. ¿No sería el objetivo de los realizadores simplemente ese: exhibir un hombre invisible, de alas rotas?

Si yo tuviera alas: Balada de un hombre común

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